jueves, 29 de enero de 2015

Y Quiero



“Tarde o temprano lo encontramos. Es cuestión de venirse a encontrar.
Cosmopolismo. Cultura. Visión jajaja. Todo era perfecto antes de ti supongo, pero demasiado aburrido.
No tener un lugar fijo. Moverse de aquí para allá de tiempo en tiempo.
Madrid, Tokio, São Paulo, Estambul, Barcelona, Nueva York, Santa Mónica, jajaja.
A mi me encanta sentir el mogollón. Y montar un garito de arte.
Que la gente venga, se siente y nos los follemos con la poesía.
Música en acústico, pintura y letras.”
                                                        

Y yo quiero ser Gran Vía un 17 de Enero, que sean las 9 de la noche. Y sentir el mogollón. Intentar sin éxito evitar la colisión con el señor de enfrente, agarrarme el bolso con reconfortante certeza ante tanto carterista pillo. Oír una voz a la izquierda, ora alante, ora izquierda, ora derecha… ora atrás.  Apagarme extasiada ante tanto tumulto latino. Y el olor a churros con chocolate en el bar de la esquina. Recorrer como hormiga más las anchas y pasillescas avenidas de un Madrid frio y seco, orgulloso, pero agradecido y entero. Donde no soy más que una más, que ninguna, o todas al mismo tiempo. Caminar haciendo sonar los pasos enmudecidos por el ruido sin dueño. El paisaje es gris, y los árboles ya no tienen hojas, ¿Pero qué más da? La ciudad respira con el aliento más ardiente, las luces desprenden dorada prestancia y los Domingos  huelen un poco a joven promesa de Viernes, son en efecto como la ciudad; una tristeza que se alegra hasta los límites que le acotes. Como un sueño totalmente nuevo con suaves y reminiscentes notas. Como el callejón del Gato, como un follar diferente, genuino y novedoso, pero con el sutil toque de un Deja´vu fervientemente esperado.
  Sentir la gélida brisa invernal que contrasta con el vapor humeante del metro. Ir al chino. Un par de cigarrillos primero.  Antes de subir a casa, por fuera, en la calle, donde saben a conmoción psicodélica. De las de levantar el cuello y echar el humo hacia arriba, cerrar los ojos y fluir, de las de “todo va bien”, de las de artista independiente, de las de mirar por encima del hombro porque estoy loca. De las de os veo y os siento.  De esas. Y echar el humo. No me gusta fumar sola y no lo hago. El tabaco no sabe a alquitrán cuando se rebaja con complicidad, alma y sentimiento


Yo quiero despertarme un día en Tokio. Y sentir el sol que cuela por la cristalera, irreverente. Despertarme de un letargo de 8 horas y mirar por la ventana. Y verme a mí, bajo las calles, sintiendo por igual el olor a fideos y Led refrito.  Quiero mirar por la ventana y reconocer mi proyecto. Salir a la calle con una puta sonrisa, aunque sea macabra, la misma que me corroboraba desde ayer que me empapo extasiada por el aroma de la vida local. Caminar entre el bullicio silencioso y educado del perfecto convencionalismo. El desequilibrio equilibrado. La perfección desperfeccionada para volver a perfeccionarla en forma de rascacielos autosuficiente de 80 metros.
El tintineo de las maquinas de Pachingo en cada esquina, un cartel rojo puta que me invita a entrar, carteles verticales que se extienden callejón abajo con más cupo que habitantes,  una bestia que hierve bajo el carácter acomplejado de una sociedad soterrada, productiva, obediente. Esperando para explotar, una bomba de relojería envuelta en purpurina, ruiditos y luces de meretrices. Shinobi que me vigila desde silencios esbeltos que concuerdan con mi visión.
 Yo soy Tokio, cuando lloro sin lágrimas en los ojos, víctima de la lluvia que cae gris simultánea y en cortina en la terraza, ¡Bella! No se ve a nadie calle abajo, tan solo a un solitario enjuto que fuma refugiado debajo de una cornisa.



Y quiero ser São Paulo un 24 de Diciembre.  8 y media de la noche, verano. Veo atardecer, la playa está desierta. El blanco, ora color crema oscura, de la arena contrasta con el azul anaranjado de aguas iluminadas tímidamente por un par de rayos de sol. Opacas sombras de astro padre y luna despeinada el paisaje. Hogueras que se encienden cuando los corazones se comienzan a extinguir. La suave brisa estival y vespertina mece las llamas como si de sus vástagas se tratasen.  Nosotros echados a corro, una copa de vivos colores en la mano, una guitarra apoyada en el costado, y una canción en el pecho. 
Las risas se confunden con las sílabas, y nos balancea el soplo de un mar en calma, nos dejamos bambolear, como quien se deja querer, por una naturaleza amiga y aliada. Estamos todos sin camisa, y sentimos el tacto cálido y absorbente de los finos granos de arena impactando suaves con la piel.  De menú chocolate, también del blanco, nos miramos a los ojos y todo queda en silencio, no hay nada que decir.



Y quiero beber Bósforo entre caóticos inciensos al más puro estilo “Süleyman Kanuni”.  Fundirme entre las sombras de prestancia e inmensidad de Santa Sofía, mirar hacia arriba y no terminar de verla, contemplarla un rato para observar  el aire que no respiro. Inspiradora de lo colosal, belleza de los dos mundos. Saltar al bazar entre en el laberíntico de sus pasillos, cúpulas en lo alto y bajo, ocres estampas. Respirar los aires del pasado, entre telas y especias, entre el arco y la piedra.  Y adentrarme, zambullirse en vete tú a saber, en donde Mehmed perdió la chola.
Reencontrarse en medio de la cacofonía visual de tanta manta, lámparas, tesoros y baratijas. Escalar hasta el Gálata y estremecerse ante la visión de las dos tierras fundidas en una, entre la divergencia y un todo.  En donde modernas factorías, atascos en medio del puente al salir del trabajo, edificios de apartamentos, y el recuerdo de cuando todo aquello no eran más que tierras de cultivo, conviven con la historia viva de una tierra que sabe a su propia tierra como ninguna. İstanbul.

Y quiero ser Barcelona, y las ramblas, y Diagonal Mar, y El Raval y Sitges. Quiero perderme entre dos calles y fundirme entre sus rugidos. Y respirar del frescor cultural, de la eterna primavera de su alma, y hasta de consensuada línea recta de su arquitectura.  Quiero, escupir sobre la anodina diversión de tu turismo. Y no ser más que un mero mosaico de Gaudí en Parque Güel. Quiero degustar el más puro sabor tumaca de un pan de pueblo, y descubrir recóndito el museo de Cera y beber un par de cervezas, o tres, con las hadas en su bosque. Quiero sentarme en un banco de piedra con ellas, y comentar la decadencia consciente y autorizada del barrio gótico. Quiero volver a casa bien entrada la mañana, paseando con el mar, con la cara, hecha polvo el suelo de sus transeúntes. Pimplarme con la cultura que nunca duerme, como un dominguero que se levanta a las 5 de la mañana para coger sitio pero al revés. Descarriarse entre las agradables maravillas corruptoras de tus gentes. Salir del bar y que el sol me queme las retinas. Preguntarle a mi compadre ¿Hoy qué es, Lunes?, que pase un anciana del lugar y nos mire con mala cara, disfrutar de la satisfacción de vivir de nuestra gentucilla y del mendigo de la esquina, que hasta es artista. Salir de recitar con nada más que con los bolsillos llenos de palabras, una caja de pizza con el queso pegado y los oídos zumbando. Quiero que la gente pase transversal y nos ignore, quiero descubrir el universo autártico e infinito de cada garito secreta y humildemente camuflado en medio de cualquier calle más, y entrar en él y que se pare el tiempo. Y que nos abofetee de golpe al salir, como una puta divertida, pero ¡Qué cobre factura!
Que nadie nos entienda, pero que todos nos respeten, pagar millones por robarme el tiempo y conocer a quien nadie conoce. Y mantenernos los unos a los otros. Como un gueto, o un circuito cerrado abierto a todo. Quiero mirarte al espíritu y que no me importe de dónde eres, ni a que vienes, solo estar hoy aquí, y ostentar el mayor deleite, el de seguir estando mañana aquí. En BCN.



Y por querer quiero New York, como un mogollón más pero con ese gran detalle que lo inclina todo diferente. Caminar como tunante yanqui más por anchas aceras, y cruzar sin mirar la 2ª con la 3ª, y que un taxi amarillo me pite mientras me insultan en más de veinte lenguas. Quiero sentir la prestancia de la bandera a cada esquina, atiborrarme a perritos del carro solo para poder sacar la cartera y pagar con los verdes, solo por poder sentir el tacto veterano de haber pasado por miles de manos, y tener el placer de arrugarlo entre la mía y sentirlas todas. Oír una melodía en acústico de una guitarra española a seis mil kilómetros de su casa, adorar hasta el color del aire y no saber muy bien porqué. Mirar el mundo a través del NTSC, con todo igual, pero totalmente diferente. Quiero también New York en sus suburbios, poesía terrenal que cuando dice mierda quiere decir mierda. Tiene algo que me fascina y seduce. Hermética en políticas, quiero padecer las intrincadas miradas de un par de chicos problemáticos, sabiéndome extrajera, a punto de echar. A correr, correr por Central Park como si no hubiera mañana, sintiéndome libre entre un oasis de luz entre los humos lóbregos del ladrillo y cemento. Y por Wall Street, para ir a gritar en medio de un tumulto de 10 minutos, ahogar las penas y frustraciones entre gritos de banqueros, Brokers e inversores desalmados varios. Tocar la campana y que me salven, que empiece la jornada.
Reconfortarme con el candor de la tierra de los inmigrantes, donde el local es el verdadero ajeno.  Sentir que todo vale, y que puede ser y pasar. Tener la oportunidad en la palma de la mano, ni más aquí ni allá. Solo aquí, al más puro estilo Living in America, comedia de comediante.



Santa Mónica, y sí, la quiero para mí.  En ningún otro lugar el sol es más naranja al atardecer, o un maníaco y torturado fulano puede meterse una raya de coca al lado de un patio de colegio. Escribir petulante desde gomorra, California. ¿En qué otro lugar del mundo podrías narrar para una empresa que llevase por nombre “Sucker” y que te respetasen por ello?
Inhalar el eterno e ineludible verano de los 80 en sus palmeras, luces de mercadillo vespertino que contrastan con el ajetreo de los crossovers de artistas muertos de hambre metidos a peces gordos.  Sentarte en una terraza y sentir que has triunfado aún sin centavo en el bolsillo. Eso es Santa Mónica. Vivir la belleza de vivir por y para la carcasa. Que la imagen sea la única imagen, el culteranismo elevado a lo absurdo. Brillo, buenas caras, y vómitos en el aparcamiento de la esquina. La decadencia bien conservada y prolongada también tiene su encanto.  Sentarse a ver como se destruye y se vuelve a construir al unísono. Pasmarte con la noria del paseo marítimo y que te roben la cartera. Un chalet ostentoso tras la sombra de un par de cartones al lado de la entrada del perro. El equilibrio de una tierra que puede ser y no quiere, que quiere más, y de una forma totalmente caprichosa y grotesca. No importa quién se lo de, no tiene dignidad, no la conoce. Vive rápido, al día, hoy lo tienes todo, mañana eres despreciable.
Me gusta lo grotesco y la locura, viene a recordarnos el preciado don de la cordura. Y lo poco que vale. Y lo poco que sirve. Me gusta Santa Mónica, y su espíritu del tú no, y yo sí. Vivir mientras estás en la ola, la de un piso pequeño pero con estilo. Y luego escupirle como un perro que muerde la mano que le da de comer. Me gusta la comedia, es una forma diferente de decir la verdad.  Y esta belleza tiene mucho de chiste. Y quiero Santa Mónica.