Turbia la
estampa. Silenciosa opacidad la que se
desliza tenue por debajo de la puerta. Epicentro de sudor bañado con su manto,
creo que lo llaman cama.
La
habitación solo está iluminada por la suave luz anaranjada que llega indirecta
de una farola, se adueña del balconete, y
de ahí fugitiva por el quicio descuidado de la cortina. Es agradable,
como fumarse un cigarrillo después de hacerlo, o respirarte por el aire que
exhalas cuando estás a punto de explotar.
Me levanto atolondrada de la batalla de dos
cuerpos y el amor. Me miro al espejo, y este me devuelve la mirada de alguien
triunfante que se alimenta, exuda y se alimenta del calor de tu alma.
Tú, aún en
la cama, me miras y te ríes con ese toque pueril. Ha de ser cómica la estampa,
sí, como de superheroina de cantina que se recrea por su pasada empresa. Te
miro y sonrío, no lo puedo evitar. Acto seguido te increpo cariñosamente
mientras nos besamos cómplices, siempre entre la delgada línea del sigue, el
detente y vuelve a empezar.
Te levantas
tú ahora, te pones un poco de ropa, tampoco mucha. La justa, en su justa
medida. Me sacas la lengua y sales al pasillo camino a la cocina.
Queda en
silencio la habitación. Nunca es tan dulce la ausencia de palabras como cuando
sabes que no la necesitas.
Tu lado del
nórdico está fresquito, estiro la pierna y me abandono al momento.
Apareces marcando la silueta tu presencia a
contra luz. Llevas dos tazas negras con café, de esas con dibujito freak que me hacen caer las bragas un poquito.
El café como me gusta, solo y con leche
respectivamente. Tendida a mis dedos sonrío, y tú conmigo, no podemos dejar la
payasada. Pero mejor así, cuando se está desnuda conviene desnudar también un
poquito la mente, y fluir…
- Ven-, te
digo mientras te cojo de la mano y camino por delante. Coges el edredón, somos
dos y hay uno, así mejor.
En el
balcón el vapor humeante de las tazas rivaliza con la temperatura otoñal de un
Madrid agradecido. La humedad del aire reconforta los pulmones poniéndolos en
su sitio.
La farola ilumina con espíritu suave la calle, nos
abrazamos para no perder calor. El sabor negro y amargo del café contrasta con
la dulce suavidad del roce de tu piel contra la mía.
Tú respiración es cálida, pausada. Impacta
sutilmente con mi nuca, como un leve cosquilleo que ora me transporta a lo
sublime, ora lo trae directamente aquí. Es un pequeño y agradecido suplicio. La baldosa está fría, tú me besas
el cuello, cae también algún mordisco cariñoso y lento en la oreja. Un par de chavales caminan calle abajo.
Bebo de tu café, me giro, te beso y volvemos a
entrar, ya sabes lo que quiero pero no. Estoy cansada, el sueño me extasía.
En la cama me miras y nos miramos, no hace falta
absolutamente nada más, me abrazas de costado, le siguen caricias con las
piernas bajo las sábanas, carantoñas y una última caricia a tu mano que
sobresale.
Cierro los ojos. Y aún ahí, sigues estando tú.