“Dejé un adiós sin luz, el día en que me marché… fronteras
de autobús, kilómetros sin fe…”
Nunca he vivido
acompañado, no me gusta se podría decir. No lo tolero se podría argumentar.
Pero la verdad es que no lo consigo. No es malo, como a priori se podría
pensar, es muy beneficioso. Me ha hecho ser quién soy, me ha obligado a
construirme, a levantarme.
Me he encontrado con
la pared de frente en más de una ocasión. Por culpas propias, por silencios
inoportunos, por tener que callar para salvaguardar males mayores…
Ello no me ha echado
para atrás, al contrario. Esta es la vida que escogí y no me arrepiento de
nada.
Ahora que me conocéis
un poco más dejadme que os cuente un cuento, un cuento muy especial.
Érase una vez un
reino, muy muy lejano. El reino tenía de todo oiga y es que…
Había un elfo en las
afueras, de casa modesta aunque suficientemente apañada, como los que salen en
los bosques, de esos que se esconden entre la maleza y esperan algún viajero
tarambana para robarles las perras. Pues había uno de esos vaya usted a saber
porqué.
Pero este era muy particular, pues poseía varias caras que
mostraba a los viajeros según el día de la semana y el viento circundante. De
agradable apariencia por fuera pero de sombrío interior. Depredador furtivo, habrase
visto semejante parecido…
Murió quemado por
culpa de la niebla
Había también una
pareja de ninfas, de un tanto bella apariencia exterior y no poca interior. Canturreaban por los
caminos del reino según el tiempo que hiciese. Una de ellas, la ninfa boba, se
perdió con los placeres inusuales cuando llegaba la niebla, la cual se hizo
frecuente quizás demasiado a menudo. La otra ninfa, más callada y misteriosa,
se movía en al son del ritmo que le marcaran. Intentando tener sus propias
concepciones, pero siguiendo la marcha de la niebla allá donde vaya.
No muy lejos vivía un cortesana, de aspecto vacío y actitud
un tanto descocada pero de noble corazón. A priori daba mala imagen, pero había
algo en su alma que trascendía más allá de su ente terrenal. El entorno
condicionaba su imagen.
De cierta manera se
burlaba de la niebla, pero la seguía, inexorablemente porque no conocía otra
forma de vida.
En los arrabales más alejados de toda la ciudad vivía un
grupo de 3 hienas, ni hambrientas ni hartas. Sin penas, sin glorias. Apartadas
de la ciudad en la máxima medida posible. Vivían para si y sólo interactuaban
si la ocasión lo ameritaba y lo justo. No más…
La niebla en cierto
modo pasó de largo, a una la abandonó, a la otra la apartó encuadrándola en un
encasillamiento y la última se fue a donde yo no se.
En su castillo de cristal y ébano que encumbraba la montaña
de orgullo y narcisismo envuelto en una fina capa de integración pueblerina,
vivía una duquesa. Alejada de la ciudad propiamente dicha, como los grandes
nobiliarios
La duquesa un día fue
o por lo menos aspiraba a ser una de las férreas enemigas de la niebla. Le
declaraba sus particulares guerras a veces y hasta tenía su particular
ejército, uno de los más poderosos, no en número claro está, pero si en
calidad. Su ejército era un ejército de sofos, sofo crítico.
Pero la niebla que
era muy lista, un día le ofreció una tregua, quizás vitalicia, quizás sólo
prologable en el tiempo (existe alguna diferencia acaso), y el hambre que
empezaba a acusar las tierras de esta duquesa hizo mella en su espíritu. Y
acabo cediendo.
La vergüenza no
obstante, la comía por dentro y disfrazaba su pacto con calumnias que intentaba
hacerle creer a sus súbditos, pero sobre todo a ella misma. Dudo que lo
consiguiera y si lo hizo en algún momento fue momentáneo y eventual.
Se veía en secreto
con un perro, un perro de foso. Nadie lo debía saber nunca ni lo han de saber
porque las clases no deben mezclarse nunca, porque sus estamentos son
inquebrantables y las voces de algunos pueden romper castillos, incluso
aquellos que están construidos de cristal y ébano.
Quizás nunca hubo en
el reino dos espíritus que se entendieran sus almas mather de mejor forma, pero
su amor era imposible. Pues ella era una duquesa que se había vendido a la
niebla y él un perro aún sin salidas claras, aunque con férreos ideales y
enemigo de cuánto no fuese la razón propia.
A la duquesa la
niebla se la llevo lejos, y ahí siguen con su pacto, pues para la niebla es más
fácil conceder ligeras libertades poco a poco que enemistarse con la que puede
ser una gran enemiga.
Pero este reino de triste y corriente ordinariez habían
muchas otras notables de redundante renombre, había concretamente 2 marquesas,
marquesas envidiosas donde las haya de la duquesa, furiosa y recóndita envidia
era las que las unía. Pero también amistad, una amistad de puro interés.
Pues su supervivencia
dependía unas de otras, retroalimentándose vivían de los éxitos ajenos de una y
otras. Y la verdad, tampoco les fue tan mal…
Yo las conocí un día
que llegue al reino para instalarme en lo que era un paraje desconocido para
mi. Mis reparos a la hora de posicionarme les causó miedo y se alejaron todo lo
que pudieron de mi persona pues su favor no era concedido a los plebeyos.
Una de ellas, la más
pequeña, se recreaba atrayendo a las criaturas del bosque que circundaban su
morada; ostentosa e inaccesible por cierto, cual metáfora perfecta de sus
oscuras intenciones, para luego envenenarlos con sus artes.
La mayor de intenciones
más mundanas, vivía entre el miedo de que descubrieran quién realmente era,
pues según comentaban las perjuciosas lenguas su título nobiliario no era
verdadero. Mentiras era su segundo nombre, y pretendientes de alta cuna no le
faltaron.
El más notable entre ellos era el príncipe cobarde, quién
escondía el secreto más grande de cuantos puede haber, se engañaba a si mismo y
en cierto modo a la marquesa pues no la amaba, ni la amó. Su amor era opio para
la galería pública pero al príncipe le gustaban demasiado aquellos que portaban
brillante armadura para poder amar a un marquesa. Ambos era conocedores de
todo. De haberlo sabido los súbditos podían haberse osado a revelarse, e
incluso, llegados al punto, la niebla podía enemistarse. Era demasiado precio a
pagar para ir en pos de la felicidad.
A esta la llegué a
conocer más íntimamente… llegando a estrenar las luces del día en alguna ocasión,
y puedo decir que si bien no era una mal alma su caparazón exterior la
ensombrecía.
Todos marcharon con
la niebla, pues era el prototipo perfecto de su alimento.
La marquesa menor se
mudó a un pueblo cercano.
La mayor se fugó con
su sirvienta, aparentemente dócil y bella, la más bella de cuantas he visto…, a
un país no muy lejano.
Y… oh sí, las reinas sin corona de la niebla, las más
acérrimas y ciegamente leales a ella.
Eran 2, y eran las manos y el cuerpo de la propia niebla en
el reino. Vivieron entre los algodones acolchados de la protección de su ama.
Tenía algo de mérito creer y obrar tan ciegamente en todo lo que les dictaba su
maestra, pero nunca aprendieron a pensar, les robaron la potencialidad de ser
algún día más allá de la niebla. Se subyugaron a ella desde el principio y por
eso obtuvieron su favor pero nunca conocieron la libertad y juraron no conocerla
más allá de lo que dicte la propia niebla. Por eso se fueron cuando llegó el
momento y nunca más volvieron.
No solía odiar a nadie, ni lo suelo hacer, incluso con
aquellos que vendieron hasta su nombre. Pero si hubo un personaje que me
enfureciera especialmente ese era el bufón.
El bufón procedía de
un reino mucho más lejano de lo que cabría esperar, llegó por casualidad y
pasiva ignorancia hasta el reino. Se dice que años atrás fue maltratado por
unos locales pueblerinos que lo convirtieron en lo que era, un bufón.
En una patética
muestra de intentar alzarse en contra de sus miedos mostraba su número habitual
que consistía en simular un cierto retraso mental para el divertimento de los
nobles, los cuales no hacían más que utilizarlo para sus propios fines, cual
juguete roto.
Y así basó su vida en
el reino, intentando mofase de quienes consideraba inferiores o más débiles a
priori. Costumbre que lo llevó por la amargura pues un día se encontró con una
pared tan alta que nunca llegó a vislumbrar del todo que no lo dejó continuar
con sus labores y lo que despojó de toda dignidad, quizás y sólo quizás algún
día se le conceda la oportunidad de purgarse. Pero eso no lo se, porque a mi no
me compete.
Fue el más mal parado puesto que la niebla le escupió en la
cara y lo abandonó en los acantilados de sus propios desechos.
Y no sólo en el reino
tuvo problemas por culpa de su boca grotesca, en reinos paralelos y extranjeros
intentó desplegar sus patéticas labores con paupérrimos resultados. Y me
aventuraría a aventurar que aún los seguirá teniendo, pues los bufones sólo
aprenden a palos.
No debo olvidarme de un oso, un oso muy especial que siempre
vivía cansado. No era un mal habitante, pero su fatigado carácter a la hora de
emprender lo convertía en una pieza de poco valor en contra de la niebla. Vivía
para si, tal y como viven los osos.
Me volví a encontrar
por casualidad con este oso en un reino que también tuve a bien visitar. Y
aunque no solían caerle muy bien las nuevas visitas para mi sorpresa su
reacción fue hasta benigna. No se que le
deparará la niebla pero su futuro y su relación parece incierta.
Por último recuerdo a una enigmática y bella dama cuya
profesión nunca conseguí advertir y que casi nunca hablaba y que cuando lo
hacía lo hacía de forma breve y sabia. No obstante me costa que estaba al
corriente de todo lo que pasaba en el reino y en cierto modo consciente o
inconscientemente era enemiga de la niebla. Pues no lo concedía ni su favor ni
su beneplácito. Y para la niebla, que era muy suspicaz esto era motivo de
enemistad. No le faltaba razón.
Su futuro al igual
que el del oso se presentaba incierto. Aún así no tenía motivos para no
prosperar.
No todos eran célebres y distinguidos habitantes del reino,
como en todo reino habían súbditos. Algunos más cordiales, otros… diferentes,
quizás por ser más retraídos. No tuve tampoco grandes penas ni glorias con los
súbditos. Aunque me consta que alguno llegó a odiarme y otros a alabarme. Me
daba igual, pues yo no estaba aquí para contentarlos, mi labor allí era otra…
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