sábado, 16 de marzo de 2013

Días De Reinos Acomplejados



“Dejé un adiós sin luz, el día en que me marché… fronteras de autobús, kilómetros sin fe…”

 Nunca he vivido acompañado, no me gusta se podría decir. No lo tolero se podría argumentar. Pero la verdad es que no lo consigo. No es malo, como a priori se podría pensar, es muy beneficioso. Me ha hecho ser quién soy, me ha obligado a construirme, a levantarme.
 Me he encontrado con la pared de frente en más de una ocasión. Por culpas propias, por silencios inoportunos, por tener que callar para salvaguardar males mayores…
 Ello no me ha echado para atrás, al contrario. Esta es la vida que escogí y no me arrepiento de nada.

 Ahora que me conocéis un poco más dejadme que os cuente un cuento, un cuento muy especial.

 Érase una vez un reino, muy muy lejano. El reino tenía de todo oiga y es que…

 Había un elfo en las afueras, de casa modesta aunque suficientemente apañada, como los que salen en los bosques, de esos que se esconden entre la maleza y esperan algún viajero tarambana para robarles las perras. Pues había uno de esos vaya usted a saber porqué.
Pero este era muy particular, pues poseía varias caras que mostraba a los viajeros según el día de la semana y el viento circundante. De agradable apariencia por fuera pero de sombrío interior. Depredador furtivo, habrase visto semejante parecido…
 Murió quemado por culpa de la niebla


 Había también una pareja de ninfas, de un tanto bella apariencia exterior  y no poca interior. Canturreaban por los caminos del reino según el tiempo que hiciese. Una de ellas, la ninfa boba, se perdió con los placeres inusuales cuando llegaba la niebla, la cual se hizo frecuente quizás demasiado a menudo. La otra ninfa, más callada y misteriosa, se movía en al son del ritmo que le marcaran. Intentando tener sus propias concepciones, pero siguiendo la marcha de la niebla allá donde vaya.


No muy lejos vivía un cortesana, de aspecto vacío y actitud un tanto descocada pero de noble corazón. A priori daba mala imagen, pero había algo en su alma que trascendía más allá de su ente terrenal. El entorno condicionaba su imagen.
 De cierta manera se burlaba de la niebla, pero la seguía, inexorablemente porque no conocía otra forma de vida.



En los arrabales más alejados de toda la ciudad vivía un grupo de 3 hienas, ni hambrientas ni hartas. Sin penas, sin glorias. Apartadas de la ciudad en la máxima medida posible. Vivían para si y sólo interactuaban si la ocasión lo ameritaba y lo justo. No más…
 La niebla en cierto modo pasó de largo, a una la abandonó, a la otra la apartó encuadrándola en un encasillamiento y la última se fue a donde yo no se.

En su castillo de cristal y ébano que encumbraba la montaña de orgullo y narcisismo envuelto en una fina capa de integración pueblerina, vivía una duquesa. Alejada de la ciudad propiamente dicha, como los grandes nobiliarios
 La duquesa un día fue o por lo menos aspiraba a ser una de las férreas enemigas de la niebla. Le declaraba sus particulares guerras a veces y hasta tenía su particular ejército, uno de los más poderosos, no en número claro está, pero si en calidad. Su ejército era un ejército de sofos, sofo crítico.
 Pero la niebla que era muy lista, un día le ofreció una tregua, quizás vitalicia, quizás sólo prologable en el tiempo (existe alguna diferencia acaso), y el hambre que empezaba a acusar las tierras de esta duquesa hizo mella en su espíritu. Y acabo cediendo.
  La vergüenza no obstante, la comía por dentro y disfrazaba su pacto con calumnias que intentaba hacerle creer a sus súbditos, pero sobre todo a ella misma. Dudo que lo consiguiera y si lo hizo en algún momento fue momentáneo y eventual.
 Se veía en secreto con un perro, un perro de foso. Nadie lo debía saber nunca ni lo han de saber porque las clases no deben mezclarse nunca, porque sus estamentos son inquebrantables y las voces de algunos pueden romper castillos, incluso aquellos que están construidos de cristal y ébano.
 Quizás nunca hubo en el reino dos espíritus que se entendieran sus almas mather de mejor forma, pero su amor era imposible. Pues ella era una duquesa que se había vendido a la niebla y él un perro aún sin salidas claras, aunque con férreos ideales y enemigo de cuánto no fuese la razón propia.
 A la duquesa la niebla se la llevo lejos, y ahí siguen con su pacto, pues para la niebla es más fácil conceder ligeras libertades poco a poco que enemistarse con la que puede ser una gran enemiga.


Pero este reino de triste y corriente ordinariez habían muchas otras notables de redundante renombre, había concretamente 2 marquesas, marquesas envidiosas donde las haya de la duquesa, furiosa y recóndita envidia era las que las unía. Pero también amistad, una amistad de puro interés.
 Pues su supervivencia dependía unas de otras, retroalimentándose vivían de los éxitos ajenos de una y otras. Y la verdad, tampoco les fue tan mal…
 Yo las conocí un día que llegue al reino para instalarme en lo que era un paraje desconocido para mi. Mis reparos a la hora de posicionarme les causó miedo y se alejaron todo lo que pudieron de mi persona pues su favor no era concedido a los plebeyos.

 Una de ellas, la más pequeña, se recreaba atrayendo a las criaturas del bosque que circundaban su morada; ostentosa e inaccesible por cierto, cual metáfora perfecta de sus oscuras intenciones, para luego envenenarlos con sus artes.

 La mayor de intenciones más mundanas, vivía entre el miedo de que descubrieran quién realmente era, pues según comentaban las perjuciosas lenguas su título nobiliario no era verdadero. Mentiras era su segundo nombre, y pretendientes de alta cuna no le faltaron.
El más notable entre ellos era el príncipe cobarde, quién escondía el secreto más grande de cuantos puede haber, se engañaba a si mismo y en cierto modo a la marquesa pues no la amaba, ni la amó. Su amor era opio para la galería pública pero al príncipe le gustaban demasiado aquellos que portaban brillante armadura para poder amar a un marquesa. Ambos era conocedores de todo. De haberlo sabido los súbditos podían haberse osado a revelarse, e incluso, llegados al punto, la niebla podía enemistarse. Era demasiado precio a pagar para ir en pos de la felicidad.
 A esta la llegué a conocer más íntimamente… llegando a estrenar las luces del día en alguna ocasión, y puedo decir que si bien no era una mal alma su caparazón exterior la ensombrecía.

 Todos marcharon con la niebla, pues era el prototipo perfecto de su alimento.
 La marquesa menor se mudó a un pueblo cercano.
 La mayor se fugó con su sirvienta, aparentemente dócil y bella, la más bella de cuantas he visto…, a un país no muy lejano.


Y… oh sí, las reinas sin corona de la niebla, las más acérrimas y ciegamente leales a ella.
Eran 2, y eran las manos y el cuerpo de la propia niebla en el reino. Vivieron entre los algodones acolchados de la protección de su ama. Tenía algo de mérito creer y obrar tan ciegamente en todo lo que les dictaba su maestra, pero nunca aprendieron a pensar, les robaron la potencialidad de ser algún día más allá de la niebla. Se subyugaron a ella desde el principio y por eso obtuvieron su favor pero nunca conocieron la libertad y juraron no conocerla más allá de lo que dicte la propia niebla. Por eso se fueron cuando llegó el momento y nunca más volvieron.



No solía odiar a nadie, ni lo suelo hacer, incluso con aquellos que vendieron hasta su nombre. Pero si hubo un personaje que me enfureciera especialmente ese era el bufón.

 El bufón procedía de un reino mucho más lejano de lo que cabría esperar, llegó por casualidad y pasiva ignorancia hasta el reino. Se dice que años atrás fue maltratado por unos locales pueblerinos que lo convirtieron en lo que era, un bufón.
 En una patética muestra de intentar alzarse en contra de sus miedos mostraba su número habitual que consistía en simular un cierto retraso mental para el divertimento de los nobles, los cuales no hacían más que utilizarlo para sus propios fines, cual juguete roto.
 Y así basó su vida en el reino, intentando mofase de quienes consideraba inferiores o más débiles a priori. Costumbre que lo llevó por la amargura pues un día se encontró con una pared tan alta que nunca llegó a vislumbrar del todo que no lo dejó continuar con sus labores y lo que despojó de toda dignidad, quizás y sólo quizás algún día se le conceda la oportunidad de purgarse. Pero eso no lo se, porque a mi no me compete.

Fue el más mal parado puesto que la niebla le escupió en la cara y lo abandonó en los acantilados de sus propios desechos.
 Y no sólo en el reino tuvo problemas por culpa de su boca grotesca, en reinos paralelos y extranjeros intentó desplegar sus patéticas labores con paupérrimos resultados. Y me aventuraría a aventurar que aún los seguirá teniendo, pues los bufones sólo aprenden a palos.



No debo olvidarme de un oso, un oso muy especial que siempre vivía cansado. No era un mal habitante, pero su fatigado carácter a la hora de emprender lo convertía en una pieza de poco valor en contra de la niebla. Vivía para si, tal y como viven los osos.
 Me volví a encontrar por casualidad con este oso en un reino que también tuve a bien visitar. Y aunque no solían caerle muy bien las nuevas visitas para mi sorpresa su reacción fue hasta benigna.  No se que le deparará la niebla pero su futuro y su relación parece incierta.

Por último recuerdo a una enigmática y bella dama cuya profesión nunca conseguí advertir y que casi nunca hablaba y que cuando lo hacía lo hacía de forma breve y sabia. No obstante me costa que estaba al corriente de todo lo que pasaba en el reino y en cierto modo consciente o inconscientemente era enemiga de la niebla. Pues no lo concedía ni su favor ni su beneplácito. Y para la niebla, que era muy suspicaz esto era motivo de enemistad. No le faltaba razón.
 Su futuro al igual que el del oso se presentaba incierto. Aún así no tenía motivos para no prosperar.


No todos eran célebres y distinguidos habitantes del reino, como en todo reino habían súbditos. Algunos más cordiales, otros… diferentes, quizás por ser más retraídos. No tuve tampoco grandes penas ni glorias con los súbditos. Aunque me consta que alguno llegó a odiarme y otros a alabarme. Me daba igual, pues yo no estaba aquí para contentarlos, mi labor allí era otra…

Pero yo, aún viviendo durante años en este reino y protagonizando algunas de las tragedias más épicas del mismo (pero eso sin duda es harina de otro costal, que quizás algún día cuente), nunca me sentí acogido. Y hoy, igual que ayer, le doy gracias a dios por ello.

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