¿Qué coño harán hoy las familias que son felices?
El balcón de la mi
casa siempre me ha inspirado. Cada piedra puesta justa y perfectamente donde
estaba el día anterior, testigo mudo de que la misma mierda de siempre se
repite en ocasiones diferentes.
Las plantas ondulantes y el viento que se las desliza
silencioso e imperioso me trae historias de la arrogancia de aferrarse a lo
imposible. Siempre solos y perfectos, como cuchillos para alma me golpean con
la verdad más mentirosa. Pero la verdad al fin y al cabo. Y los recuerdos
elucubrados
Bajo mis pies se
extiende el gélido mármol que es el suelo, siempre frío y marchitate. Ese suelo
que comienza en las aguas despedazantes de la locura.
Notar como penetra el
propio calor mientras me voy alejando más y más. Estrépitos que acechan en
forma de voces estridentes y miradas acusadoras acaecidas y cansadas.
El clamor de mis
mejores versos vomitados al silencio de la nada, hambrientos y llorosos esperan
palpitantes el paso del tiempo que les da una estocada cualquiera para morir.
Ninguna alma será mitigada, pues se desvanecen etéreos en el aire, efímeros y
bellos a la par de la dolorosa pérdida.
Y ahí seguirán
mientras mis palabras se van moldeando según salen repentinamente de mi boca,
ilusionadas con la tenue idea de que el viento se las llevará a sus
destinatarios.
Pájaros acompasados que me acompañan en las desavenencias de
las dudas y que con su vuelo describen figuras hipnóticas que me elevan primero
y que me clavan después.
Nunca he olido aire más puro que el que se respira en mi
balcón, inspira mis aletargos y mi rabia, mis gritos, y el vómito de cada triza
insaciante de alma turbada que pongo en cada sílaba
A veces salgo a contemplar la mera belleza de la estampa
inapreciada en la monotonía del tiempo y es ella la que me cuenta historias de
penas, de risas y de miedos. La
majestuosidad implacable me abruma y me conmueve. En ese instante el mundo se
cae, trastocado por la interacción caprichosa de una voz foránea.
Imperfecciones que
son tan perfectas como la luz que las recoge en su seno y toda esa estampa que
se me había arrendado se desvanece arbitrariamente cuando la realidad de las
fatigas se interpone.
Vuelvo entonces a recordar lo que más arriba de mi balcón se
encuentra y juro que por un instante puedo visualizar cada partícula de cuantas
se esconden tras la vista de la materia que aquí se encuentra.
Y el recuerdo me eleva, y me atraganta dejando que sea el
propio silencio el que exprese mejor los sentimientos, dejando que mi alma beba
cada lágrima que se desliza sin hacerlo tan siquiera. Simplemente pasa… Y
cuando eso pasa, en ese preciso momento, conozco lo que es el miedo. El miedo
de perder lo que tengo, y lo que no también. El miedo de lo que puede ser
mañana. El miedo a no poder vivir.
Tras de mi se extiende sin complejos la entramada red de
luces tenues, silencios amordazados, vidas atormentadas, ojos que gritan sin
voz, melodías macabramente alegres que esconden el más amargo de los pesares.
Hijos de puta, que me entierran con sus lenguas virulentas y
que me roban el paraíso con sus prisas.
Pero aún así forman
parte del paisaje y no dejan de ser bellos, no puedo decir que no los ame, ni
puedo cargarles todas las culpas de sus pecados.
De nuevo, el verdor palpitante de un césped abúlico a trozos
me vuelve a transportar hasta una casa donde nunca he estado, de la cual nunca
me han hablado, de la que no se bien donde está, y de la que no se si algún día visitaré.
Pero sin duda estoy en ella… Y me atraganto, y no me salen
las palabras, salvo tímidos resquicios de obviedades que no hacen más que
hacerme escupir hacia arriba.
No obstante, es
perfecto. Vivo enamorado de mi propia obsesión. Insana a ratos, perfecta
siempre, aunque trate de negarlo.
No me sigue el juego y eso me enerva, no me sigue el juego y
eso me obsesiona.
Mi vista repara entonces en otras muchas, que como las
demás, esconden sus propios secretos que desde fuera parecen maravillosos. Qué
están equilibradas vistas desde la distancia, y que ¿Porque no van a estarlas?
Me ensimismo contemplándolas y me olvido que contemplo las vistas de una
posible quimera. Anhelo mi quimera.
Me incorporo y el gélido acero de los barrotes es la máxima
metáfora de las limitaciones. Y el viento impaciente se me escapa de la
comisura de los dedos, recordándome quién soy y para qué estoy aquí. Que mi
sitio no es este y que me debo a vivir lo que decida, dentro del marco
inquebrantable de lo que puede ser y lo que no, y que no necesariamente ha de
excluir ninguna opción.
He de entrar inexorablemente a la cueva de mis desilusiones,
la marchita luz con su color amarillento y anaranjado me quema las retinas. Las
miradas con despecho atenuante me miran recelosas o me obvian en la estampa
descolocante que es ahora el entorno.
Y el almacén de los
platos rotos abre sus puertas. Y el yugo de la esclavitud recae en todos los
presentes.
Y me muero de nuevo solo, en el piso. Gritando bajo el agua
o aporreando cada parte de mi cuerpo y mi ser.
Vienen entonces a mi cabeza palabras prohibidas, que o me
suenan desconocidas o me exasperan viniendo de según quién; de esas que
empiezan en p- , otras que acaban en -esa y la que termina en –a.
Y entonces el mundo se cae, se desploma estremeciéndolo todo
a su paso. Hasta la próxima vez que el sol caliente mis ilusiones insensatas y
desafiantes.
Me voy porque la luna que se había quedado dormida por los
tejados comienza a despuntar y las voces, y hasta alguna silueta, de aquellos
que me hieren sin saberlo están en la esquina. No sin antes volver a echar un grito
silencioso al viento para que avise a
las enamoradas almas porque tengo aún tantas cosas por decir… y confío
en que el viento sepa llegar hasta aquella casa. Y que no sea demasiado tarde,
o demasiado temprano.
“¡Ha de la vida! Nadie me responde…”
Y en ese momento exacto me pregunto, ¿Qué coño harán hoy las
familias que son felices?
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