Pequeño texto dedicado a la mujer más importante de mi vida, mi madre:
Del mismo modo que he mantenido acérrimamente que amo
escribir, sustento que de ningún modo mis letras son mercenarias de un tema
jamás, y si hoy he venido a contar esta
historia es porque ha llegado el momento de contar la historia más ardua de
contar.
Ella es mi maestra
desde que me acuerdo, su presencia se dibuja entre mis letras, mis argumentos y
mis sueños. A veces tenue como el matiz que da lo incierto, a veces robusto
como los ideales que indirectamente me heredó.
Viernes a las nueve, el minutero se detiene sin complejos en
las 12. Y por coincidencias intransigentes o por destino, nací de amor y hospital en la camilla de
Mamá. Boceto en acuarela, al que con su mirada abría la puerta al mundo.
Jamás vi a mi madre llorar, nunca conocí el “no” en los
labios de aquella mujer. Mis primeros recuerdos son melodías improvisadas que
acompasaban la monotonía de unos problemas que nunca llegué ha conocer.
Jamás echó por tierra los avances legítimos que con
tesón había arrancado la vida ni con una
mala cara, ni con una muestra de desidia o simplemente una tenue mirada de
apatía. Ella prefería transmitir melodías joviales, habrá quién las pueda
tachar de insensatas, pero hoy se que aquellas melodías no eran más que un
regalo con el que mi madre me intentaba gratificar.
Dios sabe que nada es
fácil, porque lo bueno es lo que se esconde atrincherado en los jardines
solitarios del miedo, esperando a que alguien con la bendita osadía necesaria
para decir “¡No!”. Y A su manera, se
ocupe de cambiar el mundo.
Mi madre no es de las revolucionarias del utopismo francés
que salen a la calle a cortar cabezas de los perversos canallas mundanos que
nos roban el tiempo, tampoco es de las que con populismo de segunda se ganan
una aprobación vacía de marionetas borreguiles.
Pero creerme, que sin
lugar a dudas mi madre cambia el mundo. Porque abofetea la rutina con un “Te
quiero”, deja cada ápice de su piel una caricia o porque simplemente tiñe de
color las voces grises de los domingos por la tarde. Y eso, o eso… eso transforma
el mundo, le da vida. Me da vida…
Yo era aún pequeño
cuando mi madre libro en mano de tapa blanda, blanco como la cal y Ratón en la
portada se acercó a mi y me dijo “Toma, para que empieces a leer” Aquel ratón
antropomorfo se trajo consigo los cuartetos más bellos del mundo, las columnas
más edificantes, los ensayos más reveladores e inspirantes… , las historias más
peregrinas, las sátiras más mordaces…
No recuerdo cuando mi
madre me regaló mi ultimo teléfono, ni tan siquiera lo que me regaló las pasadas
navidades. Pero recuerdo aquel día al llegar del colegio, a las 2 de la tarde
en mi habitación cuando mi madre al lado de la puerta me regaló el don de la
curiosidad, como si fuese ayer.
Cerca también de ese día recuerdo en aquel veterano coche cuando
mi madre sin atreveer tan sólo un poco
la magnitud de su acción, introdujo una cinta de cassete en el reproductor…
Nunca olvidaré aquella canción del 96 que me concedió con el deleite de sus
compases la música, la buena música. Y me otorgó una importante parte de mí,
una parte crítica que considero uno de los mayores obsequios. Me regaló la
libertad. Me enseñó a pensar sin tener que estar acotado.
Rondaba los diez años cuando mi madre quizás indirectamente,
y eso lo hace más grande, me regaló otro don. El de destruir el mundo
implantado y volver a construirlo. Me
enseñó que nada es verdad y que todo está permitido. Me enseñó a ser persona
antes que ser ciudadano. Y aquel doce de septiembre de dos mil cuatro, cucurucho
de helado de fresa en la mano me dijo caminado descansos en la playa al
atardecer “Estos son las cosas que recordarás cuando seas mayor” Y en efecto ese es uno de los más bellos
recuerdos que tengo aguardado en un sitio muy especial en mi ser. Y al que
muchas veces, indirectamente recurro cuando quiero plasmar una estampa bella y
reflexiva.
Legitimizo mis
reflexiones en las elocuentes tardes posteriores a aquel momento. No recuerdo
el día en el que mi madre me regaló mi primera patineta, pero recuerdo el día
en el que tuve la suerte de compartir un helado con ella...
Luego me enseñó a relativizar, cual clase de física se
tratase, cuando me demostró que ser feliz se puede lograr lográndose. Nunca vi
a mi madre abatida, rindiéndose ante cualquier adversidad. Y creerme que podría
haberlo echo… pero no lo hizo, y eso convirtió su filosofía en devenir. Me
enseño a fluir, a golpear, a saber aguantar los golpes y a repartir de nuevo si
las cartas no son buenas.
Me enseñó a ser
persona en libertad, a elegir mi camino libremente cuando tuve criterio para
ello, a respetar al resto y ha respetarme a mi. Me enseño la disciplina
estimulante de la educación. Aquél día mi madre me regaló el don de la
Adecuación.
Pero lo más importante de todo, porque lo demás se sustenta
en ello, lo que hace factible a pesar de las circunstancias todo lo que me
regaló consciente o inconscientemente, es el amor incondicional de la
maternidad.
Me quiso cuando más
lo necesitaba, y aún hoy sigue haciéndolo, e incluso me aventuro a decir que
pase lo que pase lo seguirá haciéndolo.
Como no atreverse con el más intrincado de los trabajos
cuando se trata de pintar una sonrisa en la cara de mis mayores regalos.
Porque más allá de la
incertidumbre de saber si lo ha hecho bien o no, mi madre no ha dudado nunca en
intentarlo y de perseverar si el sino no acompañaba.
Porque grandes
regalos aún están por venir y porque yo tengo la suerte hoy de ser
codestinatario de su sabiduría.
Porque se que muchas
palabras grandilocuentes pueden intentar apelar a la grandeza de sus obsequios
que van desde una sonrisa hasta un “te quiero” pero como ninguna podrá
equiparársele, dejemos de buscar palabras en la academia para ver quién me las
premia cuando este mundo cabe en dos palabras.
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